lunes, 29 de junio de 2015

Relatos de la luna llena (3): El hambrón insaciable




El hambrón insaciable

   Dicen que cuando nació pesaba exactamente lo que debe pesar un buen jamón de Jabugo: cuatro kilos cien gramos. Se agarraba con tal fruición a la teta de su madre que esta solo conseguía a duras penas desembarazarse del insaciable succionador. Tuvo que recurrir a los amigables y solidarios servicios de una vecina (recién parida también)  para poder saciar la pertinaz hambre de un comilón al que pusieron de nombre Feliciano. Pasó por la niñez entre bocadillos de salchichón y mortadela, tajadas de melón y sandía, dulces de todo tipo y cuchareos compulsivos de comidas variopintas y, dicho sea de paso, excelentemente cocinadas por su santa madre. Lo que llamaba poderosamente la atención de la gente era que el niño Feliciano a pesar de su insaciable apetito crecía y se mantenía tan delgado y fibroso como un leopardo africano. Su padre tenía que trabajar bastante duro para mantener a sus cuatro hijos y, por si esto fuera poco, uno de ellos un incombustible comilón llamado Feliciano. Su madre pasaba tanto tiempo en la cocina que hasta en ocasiones se quedaba dormida cocinando. Feliciano en su adolescencia tuvo una duda existencial de cara a su futuro profesional. Entrar en la Guardia Civil y aplicarse el “Todo por la Patria” o mejor hacerlo en la Escuela de Hostelería sevillana y acudir al “Todo por las Pasta (y los fideos gordos)”. Feliciano se dejó guiar por sus primitivos instintos y empezó a formarse entre fogones, cocimientos y salsas de diversas texturas. Tenía claro desde niño que su vida y la comida siempre caminarían inseparablemente cogidas de la mano.  Era incapaz de no probar todo cuanto cocinaba y no tardó en destacar en sus habilidades culinarias ante el resto de sus compañeros. Fue el número uno de su promoción y, a pesar de su juventud, no fueron pocos los restaurantes que querían contratarlo. Al final, y a modo de paréntesis hasta poder establecerse por su cuenta, se decidió por gestionar la cocina de un afamado hotel del Aljarafe sevillano.

  El eterno dilema de si vivir para comer o comer para vivir lo resolvió Feliciano desde su más tierna infancia: la comida por encima (y por debajo) de todo. Hizo la mili en el Cuerpo de Regulares de Melilla y, como era  previsible, llevó la gestión de la cocina del cuartel con la plena satisfacción del mando y la tropa (hubo algún que otro soldado que pidió si le podían aplazar el licenciarse algunos meses más).  A su vuelta de tierras melillenses consiguió dos cosas para él fundamentales: montar su propio negocio (un mesón) y “echarse” por novia a Maribel una de las mejores amigas de su hermana.

   A partir de entonces ya su vida estuvo íntimamente ligada a la cocina. Por su mesón pasaban todo tipo de gente y lo mismo daba de comer a los comensales de una boda que a tres políticos y dos empresarios para que hicieran sus “negocios” (sucios para los demás y rentables para ellos). Él, mientras tanto, llenaba su casa de vástagos y su tripa de los alimentos más diversos. Eso si, de manera sorprendente mantenía la misma talla de camisa y pantalón desde hacia no menos de veinte años. Llegó incluso a figurar en el “Libro Guinness de los récords”. El motivo era haber conseguido comerse dos docenas y media de croquetas caseras (residuo glorioso de un no menos glorioso puchero) durante la retrasmisión televisiva de un Sevilla- Atlético de Madrid.


   Un día, en un arrebato de sinceridad, se planteó abiertamente en una entrevista televisiva de que más que preocuparle el “más allá” le preocupaba la incertidumbre de que “allí” no hubiera comida. Decía que una gloria sin alimentos aparte de aburrida sería una gloria descafeinada. Le tranquilizaba, eso si, que en no pocas obras de arte de la cristiandad aparecían los angelitos rollizos y bien alimentados. “Nadie puede estar así pasando hambre” se decía para sus adentros. Con los años ha conseguido prosperar entre sus fogones y hoy es un cocinero de reconocido prestigio y un empresario hostelero de bastante éxito. Nunca, absolutamente nunca, dejó de admitir que su verdadera pasión no es la de cocinar sino la de comer lo que otros cocinan. Figura en la “Guía Michelín” como uno de los grandes “profetas” de la comida casera española donde el nitrógeno ni está ni se le espera. Hombre sensible, comilón y solidario donde los haya ahora anda embarcado en una odisea que le despierta grandes ilusiones. Quiere instituir dentro del gremio de cocineros españoles –desde el más famoso al más humilde- una especie de ONG llamada “Comida para todos”. Un día al mes se cerrarían todos los establecimientos y los cocineros emplearían su tiempo en cocinar  sus viandas para dárselas a los más desfavorecidos por la fortuna y victimas de las “políticas sociales” de no pocos políticos. Se instalarían unas largas mesas en los polideportivos de cada pueblo o ciudad y unas furgonetas contratadas al efecto llevarían hasta allí las comidas recién hechas. Cada plato llevaría una escueta nota con los ingredientes utilizados y el autor (cocinero) del mismo.

   Feliciano es feliz comiendo y le gustaría que los demás también lo fueran degustando las comidas que prepara. Lejos quedan ya los días de su primera infancia donde compartía la teta de su madre con la de la vecina. Para Feliciano  la vida ha sido una larga sucesión de acontecimientos ocurridos entre albóndigas con tomate y pavías de bacalao. Nunca, a pesar de su fama y fortuna, cambió el mandil por la corbata ni la cocina por el despacho. Necesita oler de primera mano el mágico efluvio de los guisos recién hechos y el ruido de la comida cuando cuidadosamente se deposita en el plato. Acaba de estrenarse como abuelo y es feliz por partida doble al enterarse que su nieto se queda dormido con la teta de la madre en la boca. Dice que cuando se muera, y después del funeral, le gustaría que todos se fueran a comer a uno de sus restaurantes. Que dejen una silla vacía con los cubiertos, las copas, el plato y la servilleta en perfecto estado de revista. Apoyado sobre la copa del vino una nota color salmón que dijera: “Buen provecho a todos y, si Dios me lo permite, espero seguir cocinando y comiendo allá donde me encuentre”. Un hambrón insaciable lleno de luz y de vitaminas. Un mago de los fogones siempre presto a coger la cuchara y el tenedor.  Un verso suelto entre los pucheros de Santa Teresa.



Juan Luis Franco – Lunes Día 29 de Junio del 2015

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