viernes, 27 de marzo de 2015

Cuentos de Azotea 12. Pueblolandia




   Decir que aquel pueblo era singular era decir bien poco. Situado entre la frontera española y la francesa se hablaban las dos lenguas con absoluta naturalidad. Los habitantes no lograban superar los tres mil y nadie era ni se sentía forastero. No existía el paro ni la violencia de género. Todos los niños comían y todos los viejos dormían placidamente en sus casas.  Nunca que se tuviera referencia existió un solo caso de corrupción y los tres políticos existentes eran elegidos y refrendados cada tres meses. No existía la riqueza ni tampoco la pobreza y los bienes existentes eran repartidos en función de las necesidades de cada uno. La gente solía morirse de viejo y las jóvenes enamoradas eran casi siempre correspondidas. No existía la televisión ni la radio y las noticias de fuera siempre las traían los saltimbanquis  y los titiriteros que llegaban cada primero de mes. Las horas se regían por el campanario de la torre de la Iglesia Mayor y el tiempo lo marcaba el canto de la alondra. Lo único que estaba rigurosamente prohibido era la tristeza, la insolidaridad, la usura y las meadas callejeras. La madrugada de cada veinticuatro de diciembre se escenificaba el Nacimiento del Mesías y, para celebrarlo, se bebía y comía de manera abundante. Se aprovechaban los día se la Semana Santa para desenclavar por unos días a todos los crucificados existentes en el pueblo. Cada mañana se pasaba lista en la puerta del Ayuntamiento para comprobar si alguien había desertado o se hubiera muerto durante la noche.

   La mitad de los hombres se llamaban Pablo y la otra mitad Pierre. Los nombres de las mujeres se dividían entre Mercedes y  Dominique. Todos los habitantes varones tenían un mote siendo por el mismo como eran realmente conocidos. Las mujeres eran conocidas por su ascendencia paterna. Los niños, a la salida del colegio, ayudaban a sus madres en las tareas domesticas y las niñas lo hacían con sus padres dentro de sus oficios o labores. Los niños con las niñas y las niñas con los niños. La limpieza de calles y plazoletas se la repartían los vecinos limpiando el tramo más cercano a sus casas. Los ancianos y ancianas quedaban exentos de estas tareas. La Educación, la Sanidad, el Arte y la Cultura eran gratuitos y los libros de la Biblioteca Pública eran prestados para su lectura los cinco primeros  días de cada mes. Los viernes de cada semana se organizaban en la sala multidisciplinar del “Centro Cívico las Palomas” conciertos de música clásica, flamenco, jazz, sesiones de cine y representaciones teatrales. En bares y tabernas estaba prohibido que tres o cuatro hablaran a la vez  y que los taberneros se limpiaron los mocos con su mandil.

   Cada nuevo nacimiento era celebrado con jolgorio por toda la tribu y en cada nueva defunción se encendía una vela roja en cada casa. Las puertas de las casas permanecían abiertas durante el día y solo se cerraban en invierno con la llegada de la noche. Para solventar el dilema entre Monarquía o República un año se elegía a un Rey y al siguiente a un Presidente republicano. Había un médico y un maestro de escuela por cada cinco habitantes del lugar. Con tres policías, un juez y una secretaria de juzgado se cubrían los trámites judiciales pertinentes.  No se conocía Internet ni los wasap y la gente se comunicaba dando voces por las azoteas  o a través de palomas mensajeras. La televisión local emitía de manera permanente la “Carta de Ajuste”. En la radio del pueblo solo se escuchaban boleros, rancheras, coplas y música cubana.  Los bomberos eran los encargados de encender el sol cada mañana.
   Los periódicos se editaban con las páginas en blanco para que los vecinos escribieran en ellos la percepción que tenían de la vida y sus cosas. El veinticuatro de septiembre, Día de La Merced,  era el pistoletazo de salida para las fiestas del pueblo que solían durar hasta que se acababa el vino, los refrescos y las viandas.

   El Equipo de Fútbol local un año jugaba en la Regional Preferente española y al siguiente  en la francesa. Los nombres de las calles siempre eran de antiguos y extintos vecinos de las mismas con notorios méritos contraídos para ello. El dilema entre los Reyes Magos y Papa Noel lo resolvieron comprando un cuarto camello. La homosexualidad era considerada un don del cielo y la ilusión de muchas madres con  hijas solteronas era que se casaran con un tendero chino. Existía en la entrada del pueblo una puerta giratoria para que saliera o entrase quienes lo estimaran conveniente. Ese fue el grave error  al que se enfrentaron: dejaron entrar a los que nunca debieron  y dejaron salir a los que más necesitaban.

   Entonces llegaron “ellos”.  Compraron un local en el centro del pueblo y crearon un banco. A los jóvenes les prestaron dinero para sus becas de estudios. A los hombres lo hicieron para que cambiaran de coches. A las mujeres para que reformaran cocinas y cuartos de baños. A los viejos les cambiaron su dinero por una cosa que “ellos” llamaban preferentes.  Los tres políticos existentes se multiplicaron por cien y las cuentas corrientes de los mismos lo hicieron por cien mil. Se creó en el Ayuntamiento una “Oficina de Atención Ciudadana” y los cargos políticos, si procedía, se renovarían ya cada cuatro años. La tele local se hizo nacional y empezó su desenfrenada programación de ocio, entretenimiento y basura. La radio emitía noticias desesperanzadoras y los tertulianos se enzarzaban en discusiones tan estériles como groseras.  Las ferreterías se “hincharon” a vender cerraduras para blindar las puertas y ventanas de las casas. Los viejos fueron almacenados en Residencias creadas en las afueras. Los niños empezaron a notar los platos vacíos y la Biblioteca se recicló en una discoteca. Las tabernas se convirtieron en bares y el mosto fue sustituido por los gin-tonic de diseño. Los jóvenes se comunicaban por pequeños artilugios que movían compulsivamente con la yema de los dedos. Todas las calles cambiaron de nombre y en Navidad se cambió el contenido por el continente. Nadie conocía ya a nadie y lo más preocupante es que se comentaba que lo malo estaba todavía por llegar. Dicen que para todo existe una primera vez. La clave fue que dijeron si cuando procedía decir no.  Hasta Jesús se preguntaba en la soledad de  capillas y conventos: ¿y ahora quien me va a quitar a mí los clavos de esta pesada y eterna cruz?  La respuesta se quedó eternamente flotando en el viento. Siempre es tarde cuando la dicha es mala.


Juan Luis Franco – Viernes día 27 de Marzo del 2015

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