sábado, 1 de noviembre de 2014

Cristo de las Mieles




“La muerte es algo que no debemos temer porque,
mientras somos, la muerte no es y cuando la
muerte es, nosotros no somos”
- Antonio Machado -

Hoy, uno de noviembre, es el Día de Todos los Santos. De todos sin excepción incluyendo a los buenos, malos y regulares que de todo habrá en la Viña del Señor. Mañana, día dos, lo será de los difuntos. De todos los difuntos. Definitivamente es la muerte quien se encarga de igualar al género humano. La condición de muerto siempre se antepondrá a cualquier otra de índole social, cultural, político o religioso. Lo que fuiste ya es historia y ahora ya formas parte de las hojas caídas en el otoño.  Estar muerto es algo sumamente contradictorio: se está sin estar ya.  El estado civil de las personas se tendría que simplificar entre los que están entre los vivos y aquellos que ya descansan para la eternidad (cosa curiosa que al hecho de morirse siempre se haya equiparado con el descanso eterno. ¿Tan duro es el ejercicio de vivir?). Estar soltero/a, casado/a, separado/a, divorciado/a, rebujado/a, liado/a siempre resultará una cuestión complementaria. Estar en lista de espera sentimental a la larga (y puede que también a la corta) siempre nos supondrá algo de poco calado vivencial. Lo verdaderamente importante en la vida es estar vivo. Lo demás siempre nos resultará secundario (aunque en no pocos casos extremadamente doloroso). La muerte por nuestra tierra siempre resultó algo de una gran solemnidad. La Semana Santa sevillana es en síntesis la deslumbrante crónica histórica de una muerte anunciada (para muchos con final feliz).  Sevilla es una ciudad pendular y contradictoria por así haberlo determinado los sevillanos a lo largo de su historia. Los Cristos sevillanos se mueren o están ya muertos dentro de una mezcla armoniosa entre la ética (el final compartido) y la estética (el final asumido).  Barroquismo en estado puro. Nadie ni nada representa la muerte como el Cristo de las Mieles de Antonio Susillo.  El escultor con tan solo treinta y nueve años de edad se suicidó. Se pegó un tiro en la cabeza junto a las vías del tren que lindaban con San Jerónimo.  Una partida definitiva y eterna para a la postre ser enterrado a los pies de su Cristo de las Mieles. El mismo que, y nunca mejor dicho, está enclavado justo en el epicentro del Cementerio sevillano. La amargura de la muerte endulzada con la miel de las abejas. En la Entrada del Camposanto sevillano existe un azulejo de la Soledad de soledades para depositar las coronas. Hacia el centro una rotonda silvestre con un Cristo misericordioso llamado de “las Mieles”. El mismo que extiende sus brazos y su dolor acogiendo a los que entran para siempre. Todo perfectamente sincronizado incluyendo lo inusual del posicionamiento de sus pies. Ahora toca rendir homenaje a nuestros difuntos y mañana Dios dirá. Son las contradicciones del sentido de las cosas: Sevilla, una ciudad creada para la vida y, en todo el mundo, es aquí donde mejor se organizan los entierros. Una escenificación donde los primeros actores, que son los muertos,  siempre terminan haciendo mutis por el foro. La pena amarga con una fecha determinada en el calendario sentimental de los días y las cosas. Dos de noviembre.  Miel y limón como símbolos de la existencia humana.  El epílogo de la vida mostrado al sevillano modo.

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