lunes, 23 de junio de 2014

El Restaurador de Versos





Era un hombre que debía rondar los setenta años de edad. Más que huraño era retraído y más que serio era formal. Enjuto, bajito de cuerpo y siempre peinado hacía atrás con brillantina. Desde la accesoria de una casa en la calle Bustos Tavera sevillana regentaba un negocio de compra, venta y alquiler de novelas y tebeos. Allí tenía apilados desde novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía a otras de “El Coyote” de José Mallorquí. Desde novelas rosa de Corín Tellado a tebeos de “El Capitán Trueno” o “El Jabato”.  Allí, con frecuencia, acudíamos los niños de la zona a cambiar, alquilar o comprar tebeos usados. Nuestro hombre siempre estaba sentado en un taburete en la puerta de su negocio. Independiente de la época del año siempre tenía la camisa arremangada y en su brazo derecho lucía tatuado el escudo de la Legión.  Tenía casi siempre un cigarro apagado entre la comisura de los labios y, al lado del taburete, una botella de vino blanco con una caña adaptada en su cogote para beber a morro. Pero en realidad su gran afición y de la que se sentía enormemente orgulloso era la de restaurador de poemas. Estaba convencido de que todos los versos eran manifiestamente mejorables y decía que a tal menester pensaba dedicar todo su tiempo libre. Cogía un libro de poemas de cualquier poeta y cambiaba aquellos versos que no terminaban de convencerle del todo. Por ejemplo donde Machado escribió… “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla….él corregía y quedaba lo siguiente…”Mi niñez se quedó flotando en un patio sevillano….Se mostraba orgulloso con estos cambios y estaba seguro de que los mismos poetas se lo hubieran agradecido. Tenía apiladas en una estantería un gran número de carpetas azules de gomilla donde, en folios perfectamente ordenados, tenía anotados sus “restauraciones de versos”. Todo dispuesto por riguroso orden alfabético y allí estaban mutilados desde Becquer a Verlaine y desde Rubén Darío a Whitman.  Cogía un máximo de diez poemas por poeta y los cambiaba a su criterio. Con enorme orgullo les mostraba el resultado de sus “restauraciones” a aquellas personas que él consideraba cultivadas. Una vez “restaurado” el poema ponía debajo su nombre junto al del poeta y marcaba la fecha del “cambio”.  Murió triste y solo en el antiguo Psiquiátrico de Miraflores. Las carpetas azules testigo de su tarea “sanadora” de poemas mal concluidos serían tiradas a cualquier contenedor. Seguro que alguien comentaría al ver su contenido: “Cosas de majareta”. Lo imagino en sus últimos días sevillanos recitando en voz baja por el patio del Manicomio…. “Clamé al cielo y no me oyó / más si sus puertas me cierra / de mi locura en la tierra / responda “El Coyote” y no yo”.  ¡Cuántos personajes nos ha dado esta mágica Ciudad!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que queda alguna tienda de estas encantadoras, en calle Castilla, o alguna en el centro, pero recuerdo la famosa del jueves, frente a Montesión.
Esos personajes que nos pintas van desapareciendo de nuestra Sevilla, pero podremos seguir gozando de ellos acudiendo a tu cuaderno, de donde no pueden escapar. Un abrazo. José Luis Tirado.