viernes, 16 de mayo de 2014

Ya se cansarán





La niñez se me representa cada día como una época posiblemente idealizada pero imprescindible para entender nuestro posterior desarrollo.  Muchos niños de mi generación teníamos a la calle como nuestro principal aliado y también, a que negarlo, como nuestro mayor enemigo. Lo que en mi caso no me ofrece  ninguna duda es que, a pesar de las grandes carencias de la época, fui un niño enormemente feliz.  La vida que me mostraba la calle me resultaba el paradigma de la libertad y mi sentido innato de la responsabilidad (no meterse innecesariamente en “algunos charcos”; procurando no traspasar las delgadas líneas rojas que separan las aficiones de los vicios) me venía impresa en los genes. Nunca hice nada de los que mis mayores tuvieran que avergonzarse y eso, con las posibilidades que te ofrecía la calle, no era poca cosa. Recuerdo una anécdota de mi infancia que me marcó y que, paradojas de la vida, hasta hace bien poco no he podido terminar de resolver. Había en mi calle un muchacho algo mayor que nosotros que era un ave solitaria. Introvertido, tímido, solitario y poco dado a las relaciones sociales se nos presentaba como el “tontorrón” de la calle. Vivía su soledad soportando las burlas y mofas de una plebe infantil que uníamos armoniosamente travesuras y perversidad. Nuestro “amigo” se “echó” una novia de sus mismas características. Es decir: acorde con su manera de sentir y pensar en solitario.  “Pelaban la pava” por las tardes sentados en la puerta del Laboratorio Municipal (hoy una de las muchas sedes que tiene la Consejería de Cultura de la Junta por esta zona de la Ciudad. Una Cultura plasmada en los organigramas y ninguneada a los que más la necesitan).  Nosotros nos escondíamos detrás de los pocos coches por allí aparcados y les lanzábamos globos llenos de agua a los “Amantes de las Mercedarias”. Aguantaban estoicos aquella avalancha de agua sin quejarse ni hacer ningún tipo de aspaviento. Aquello me producía una cierta desazón aunque, en honor a la verdad, debo decir que yo era de los menos activos. Hace algo menos de un año coincidí con este hombre en la cola de la taquilla del Teatro Lope Vega.  Me dí a conocer y, curiosamente, se acordaba perfectamente de mí. Le pedí, después de muchos años, disculpas por el trato tan infame que, de niños, le dábamos. Me respondió que él lo tenía asumido (¿).  Elena, su novia de entonces y hoy madre de sus cuatros hijos y abuela de sus cinco nietos le decía: “No les hagas caso….ya se cansarán”.  ¡Que cosas, Dios mío, que cosas!

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