miércoles, 14 de mayo de 2014

La vanidad encubierta





Afortunadamente estoy convencido de que no he hecho nada en mi vida por lo que tenga que ser considerado y reconocido públicamente y, lo más importante, los demás tampoco lo creen. Eso está bien. Vivimos una época donde los homenajes se suceden de manera continua y permanente. Eso si, casi siempre a “toro pasado” y envueltos en el halo del oportunismo político, social o cultural. Unas veces en vida y otras, las que más, cuando el homenajeado ya forma parte de los eternos ausentes. No existe nadie en la vida política española contemporánea que como Adolfo Suárez fuera más atacado y vilipendiado durante su gestión pública. Fue “machacado” por los suyos y también por los ajenos. ¿Tan torpes eran que entonces no vieron sus grandes méritos? Recibía “balas” desde todas las trincheras y tuvo que sortearlas a la par que se engullía a diario sapos y culebras de todo tipo. A su muerte la Sociedad española en su conjunto (salvo algunos descerebrados de corte nacionalista radical) glosó sus grandes méritos y lo situó en el Olimpo de los Dioses de los grandes, muy grandes, políticos europeos. ¡A buenas horas mangas verdes!  Si uno en vida hace lo que le manda su conciencia y actúa acorde con sus principios, ¿qué mas homenaje que la satisfacción del deber cumplido? Por un claro sentido del pudor y una timidez patológica nunca aceptaría ningún tipo de homenaje y/o distinción. Tampoco, evidentemente, me darán ninguno.  Si me dieran algún Premio (cosa que dudo) lo agradecería desde la distancia y si te dan algún dinero lo repartiría entre gente que quiero y que lo están pasando de regular para abajo. Existen futuribles en el campo de los homenajes y distinciones que incluso se postulan para ello. En un ejercicio de vanidad encubierta se duelen de porqué a otros si y a ellos, todavía, no.  Hay sindicalistas que estuvieron en la cárcel y a los que hoy, los herederos de los que los metieron presos, no paran de homenajearlos. A buen entendedor pocos sumarios bastan.  Allá cada uno con su ego y al que Dios se la de (la medalla) que San Pedro se la imponga y conserve. La vanidad buscando la inútil trascendencia.

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