viernes, 1 de febrero de 2013

Los besos perdidos





“Montada en el tren de la esperanza
Se dirigía nerviosa y anhelante
A la Estación de los besos perdidos”

La Ciudad amaneció con una envolvente fantasmal neblina mañanera. Los visillos de la ventana recién abierta se bamboleaban con el soniquete  ventolero del nuevo día. Parecía como si todo hubiera desaparecido como por arte de magia. Una Ciudad fantasma llena de incógnitas por despejar.  Nada era perceptible ahí fuera y la calle parecía flotar envuelta en un halo de misterio. Una mañana gris es cualquier cosa menos una mañana. María Luisa de la Herranz y Gómez-Uceda se alisaba el pelo sentada a los pies de su cama aún caliente.  Los pies descalzos los tenía apoyados en una alfombrilla color turquesa a salvo del frío mañanero.  La mirada de sus hermosos ojos verdes vislumbraba a través de la ventana una espesa y densa niebla.  En la mesilla de noche reposaba, junto a unas lentes y un vaso medio lleno de agua, “El cementerio de Praga” de Umberto Eco y una pastilla de “Lorazepam”.  En menos de dos meses su vida había dado un giro de 180 grados.  Sus hijos hacia un par de meses que habían decidido emanciparse como hoy lo hacen en España los jóvenes con talento: marchándose al extranjero. Su hijo Francisco Javier, después de un curso acelerado, se marchó a Londres para trabajar de Ingeniero Informático en una empresa de Alta Tecnología. Su hija Elena, por su parte, se fue con su novio a Hamburgo contratada como profesora de Matemáticas en un Colegio Mayor  de la bella Ciudad germana.  Su esposo, don Mariano de la Santa Realización, se sentía frustrado en lo personal e hizo lo que hacen los cincuentones para realizarse: irse a vivir con una compañera de trabajo veinticinco años más joven que él.  Ahora, cuando el año 2013 aún tiene una carga muy leve a sus espaldas, María Luisa de la Herranz y Gómez-Uceda se había quedado más sola que la una. Tiene casa, trabajo, muy pocas amistades y un loro que le regaló su “santo” esposo en un viaje a Panamá.  Lejos quedaba en el tiempo el primer encuentro con “su Mariano” en la Facultad de Ciencias Empresariales y un ilusionante proyecto de vida en común.  Ahora su “Príncipe azul” se le había escapado por la gatera y el cuento terminó como terminan realmente los cuentos: los Príncipes (y sus cuñados) siempre se terminan convirtiendo en ranas.  Sus esplendidos cincuenta años estaban  pidiendo a voces un reguero de besos compartidos y un enjambre de mundos por descubrir.  Hoy, María Luisa de la Herranz y Gómez-Uceda, se marcha destinada como funcionaria de Hacienda a la Villa y Corte española.  Empieza una nueva vida donde intentará que los recuerdos no sean un lastre insoportable.  Está pensativa sentada en su cama alisándose el pelo. “Se amarra el pelo, se amarra el pelo, con una hebra de hilo negro”.   Meditando sobre lo vivido y, lo más importante, lo que aún le queda por vivir.  Hoy, precisamente hoy, cogerá un AVE en la Estación de Santa Justa y su vida volará en busca de nuevos horizontes. El ejercicio de vivir solo tiene sentido cuando esperamos que lo verdaderamente bueno  esté aún por llegar. Ella, tiene ahora una sensación agridulce donde se confunden las victorias con las derrotas. Apostó mucho en su relación de pareja y al final la dejaron compuesta y sin “Mariano”.  Cuando le enseñe a una azafata del Ave su billete de ida a Madrid y sin retorno a su Ciudad volverá a ponerse en marcha su cuenta-kilómetros sentimental.  La mañana empieza a despejarse lentamente mostrando con tibieza unos tenues rayos de sol. “Mañanita de neblina / tardecita de paseo”, piensa para sus adentros.  María Luisa de la Herranz y Gómez-Uceda se levanta con parsimonia mientras esboza una leve sonrisa.  Sabe que tiene una nueva oportunidad existencial –posiblemente la última- y no está dispuesta a desaprovecharla. Se va lejos en la distancia para recuperar la cercanía afectiva. Tiene una mezcla de gozo e incertidumbre hacia lo que está por llegar.  De momento vivirá en casa de una prima en el Barrio de Lavapiés. Cerrará casa y vida para descubrir nuevos horizontes.  Desde el salón el loro repite monocorde: ¡pajarillo…pajarillo!  Pues eso, como cantaba Serrat: “….pajarillo pardo en la carrera de San Bernardo”. 

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