lunes, 10 de septiembre de 2012

24 barrotes dorados para la Gloria

 
La pequeña capilla donde, los titulares de la Hermandad de la Candelaria, atienden solícitos ruegos y preguntas tiene 24 barrotes dorados. Allí, precisamente allí en San Nicolás de Bari, es donde se encuentra el verdadero epicentro de la judería espiritual sevillana. Son barrotes de distinta configuración y con el dorado desgastado por el paso del tiempo y, prioritariamente, por el agarre fervoroso que de ellos hacen las manos de los candelarios/as. La purpurina negrea a la par que se blanquean nuestras atribuladas cabezas. Allí están la Candelaria; el Señor de la Salud y un ignorado San Juan como símbolo de la verdadera amistad: la que emana de la discreción y el estar siempre al quite. Solamente se abre esta cancela en momentos puntuales. Hacen bien los candelarios en mantenerla cerrada casi todo el año. Si se acortara esta distancia y se nos privara de poder situarnos detrás de la cancela nos sentiríamos extraños en el paraíso. Los lunes es el día candelario por excelencia y, fundamentalmente, por así determinarlo el sentir popular de la gente. Frente a esa cancela ha transcurrido mi vida. Primero, me situé de niño junto a mi abuela Teresa. Después, durante muchos años, lo hice con mi madre ferviente devota de la Candelaria, y que un día me pidió ser incinerada con la medalla de la Hermandad del Martes Santo. Las imágenes que consideramos más próximas a nuestros sentimientos los son por atarnos siempre a un pálpito de vida liquidada por el tiempo. Ellos, los que nos enseñaron, quisieron y quisimos ya no están con nosotros, pero se eternizan a través del halo espiritual que desprenden nuestras imágenes más cercanas. No tenemos otra forma más certera –aunque la cuestionen los racionalistas- de conseguir que la muerte no triunfe eternamente sobre la vida. Los seres queridos y perdidos, hoy retazos de la memoria sentimental, se nos proyectan a través de unas imágenes que pasan de la madera a la carne sin más milagro que el propiciado por la fe. Nadie reza allí solo por los que se han ido, sino que lo hace para que Ellos velen por todos nosotros: ausentes y presentes. La muerte es tan cruel tanto por lo que se lleva como por lo que deja tras su paso. Siempre he pensado que las imágenes deben tomar la calle en ocasiones muy puntuales y devolviéndolas –salvo el día de la Semana soñado por todos- a mucho no tardar a su lugar de residencia. Sin Ellos todo carece de sentido y, los 24 barrotes dorados de San Nicolás, serían los de una hermosa celda sacramental donde a Dios se le presiente pero no se le visualiza. Cada vez que transitoriamente una imagen se ausenta de su capilla para ser restaurada, la gente anda desnortada y soñando con el reencuentro. Las imágenes están talladas de madera para que su autentica proyección espiritual se las de los sentimientos de la gente. Afortunadamente, la fe es irracional por su propia naturaleza y configuración. Lo racional es creer en aquello empíricamente demostrable; lo razonable es atender la llamada de la sangre. No podemos, simplemente, enjaretar la vida como los tiempos de una novela: prologo, nudo, desenlace y epilogo. Esos 24 barrotes dorados siempre han representado –y representan- mucho para mí. Un día, espero que aún lejano, posiblemente ya no pueda sentir mis manos agarrados a ellos. Otros vendrán y se agarrarán a estos barrotes dorados y esta Historia interminable seguirá su curso.

1 comentario:

No cogé ventaja, ¡miarma! dijo...

Qué bien lo expresas hermano.
Un abrazo