domingo, 10 de junio de 2012

La muerte tenía –tiene- un precio


Nada simboliza mejor el paso de la vida a la muerte que los Crucificados sevillanos. El Barroco –pura contradicción- nos reconcilia con la vida a través de la imposible belleza de la muerte. En el Cristo del Amor es la rotundidad de un final terrenal que conlleva aparejado el eterno transito hacia la divinidad. El del Calvario lleva implícito la triste -y a la vez dulce- penumbra de la muerte sin más paliativos que la esperanza de la Resurrección. El de las Misericordias busca en una última mirada suplicante que el Dios de los Cielos le libere, definitivamente, de tanta carga de sufrimiento. En el de la Buena Muerte está dicho todo: morirse por los demás es la única manera de proporcionar dulzura a un cuerpo inerte pero nunca vencido. Pero, evidentemente, es en el Cachorro trianero donde mejor está expresado el último y postrero estertor del hombre ante su final. La muerte del Cachorro es humana, tremendamente humana. Se muere sin paliativos y entrega cuerpo y alma entre olores de incienso y el humo de los tejares de Triana. Sus ojos vidriosos están a medio camino entre la ya borrosa visión de lo humano y la presunción de la vida eterna. Sabe que se muere de manera inminente y solo desea la máxima rapidez en este duro transito. No se postula como el Hijo de Dios sino como un hombre que se entrega a la muerte a golpe de Siguiriya (este “palo” del Flamenco debía existir aunque solo fuera para configurarse como la banda sonora del Cachorro). Su destino es el colmo de la tragedia: se muere eternamente en Triana y nunca pudo ni tan siquiera verla. Recuerdo, siempre que lo veo el Domingo de Resurrección postrado en el suelo de su Capilla, la muerte de mi padre. Se llevó cuarenta días con sus cuarenta noches agonizando en el Hospital de San Juan de Dios. Solo abrió sus ojos, carentes de luz, minutos antes de morirse para recordarnos con Miguel Hernández: ¡Cuánto penar para morirse uno! Dicen que nuestra civilización es de las menos preparadas para la inevitable llegada de la muerte. Los Cristos sevillanos representan de manera rotunda y hermosamente solidaria que siempre, invariablemente siempre, tras la tempestad siempre viene la calma. Nos son piezas de museos ni tampoco carne inerte de capillas. Salen a la calle para mostrarnos como se puede conjugar dolor y belleza a través de la Buena Muerte. Sevilla siempre supo como tratarlos y los inunda de sonidos musicales estridentes o los envuelve en un halo de silencio eterno e intemporal (las eternas e imperecederas contradicciones sevillanas: los despertamos a golpes de cornetas y tambores para luego dormirlos en un ancestral silencio de siglos). Nunca los dejaremos solos pues en Ellos va implícito nuestro sentido de la vida y la muerte. Vuelven cada Primavera a tomar las calles de la Ciudad para demostrarnos, de manera rotunda, que solo la Fe es capaz de arrancarle a la muerte su tenebrosa victoria. Representan un raro e imposible equilibrio entre la vida y la muerte. Son las almas flotantes del Barroco. Son, en definitiva, los Crucificados sevillanos.

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