lunes, 5 de diciembre de 2011

La caída de las hojas o el Otoño en su rostro.

“La cuestión -me parece- no es estar solo, sino más bien saber estar solo”
- Pere Gimferrer –

Sevilla dice la tradición y el tópico que tiene una Estación del año de la que se nutre para abrirse al mundo en todo su esplendor. Evidentemente no puede ser otra que la Primavera. Con su dulce luz, y unidos al discurrir de sus ya largos atardeceres, los sentidos despiertan a la vida y a la calle para, pasando página en los sevillanisímos almanaques de Industrias Gráficas Lappi, abrir ventanas y balcones que no harán más que certificar que el crudo Invierno ha sido vencido nuevamente. La nieve se derrite para que las torrenteras avancen con su soniquete de siglos por los surcos que llenan de lágrimas las caras de las vírgenes sevillanas. Puede ser, a que dudarlo, que en los floridos abriles y mayos sea donde esta Ciudad, contradictoria como pocas, alcance sus mayores cotas de sevillanía corporativa. Dejemos pues que sea en el Otoño cuando alcancemos la soledad sevillana al machadiano modo. Caminar solos, pausadamente, felices por estar vivos y sin más compañía que nuestros recuerdos o algún amigo poco hablador y taciturno. Notar el aire fresco de la tarde. Tomar pausadamente café en el “Bar Europa” en la Alcaicería. Escuchar el repitequeo de la fina lluvia sobre las aceras que siempre tomamos por la izquierda (¿). Buscar -buscándonos a nosotros mismos- las respuestas que tan solo la Judería es capaz de darnos en estas mágicas tardes otoñales. Hoy liberado ¡por fin! del yugo laboral, empiezo a gozar de las horas que encierran los minutos verdaderamente trascendentales. Antes los días me sabían a mucho y, hoy las horas me saben a poco. Terminar, antes de que la noche rompa la magia de la tarde, en la dulce y tenue penumbra de la Capilla de Pasión. Allí está Él y allí estoy yo. Solos e inmersos en un dialogo sin sonido que nace de las entrañas del alma. Sentado, en un rincón que forma ángulo con la Virgen de la Merced, lo miras extasiado comprendiendo que en su Divino Rostro está escrita la Teología de la Liberación y todas las demás. Pasión no es tan solo el Hijo de Dios, que lo es, sino que simboliza todo cuanto el ser humano ha padecido y padece. El Señor de Sevilla nos conmueve profundamente a través de la rebelión; el Señor de Pasión nos invita a avanzar con Él un poquito más por si las cosas terminan de arreglarse. No es mansedumbre; tampoco resignación, es el dolor estoicamente soportado para que los demás lo veamos sin tener que compartirlo. El Gran Poder te transmite abiertamente su dolor; Pasión se lo calla y, a través de la reflexión, lo hace intrínsicamente suyo. Verlo pausadamente en estas tarde otoñales es un bello canto espiritual de sevillanía ajeno al bullicio que nos invadirá en la Primavera. Son momentos, los mágicos momentos, que nada ni nadie podrá nunca arrebatarnos. Serán nuestros para toda la eternidad.

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