jueves, 27 de octubre de 2011

“Harme tuya”.

Es innegable que tenemos motivos de sobras para vivir indignados, deprimidos, hastiados, desesperanzados o simple y llanamente “hasta los huevos” pero, aburridos, lo que se dice aburridos, no lo estamos en absoluto. Antes muerto que aburrido. Lo cotidiano nos ofrece continuamente secuencias merecedoras de la autoría de los grandes Maestros del Cine, don Federico (Fellini) o don Luís García (Berlanga); el humor de Gila, o de los injustamente olvidados, Tip y Coll, en todo su esperpéntico esplendor. Vives situaciones o te las cuentan donde no das crédito a lo que ves o escuchas. Todo forma parte de una Sociedad, la nuestra, donde la tragicomedia es la bandera donde nos reenganchamos cada día de nuestra existencia. Paso a contaros la última que me ha llegado. Os hablaré de Alfonso (cambio su nombre por razones obvias) y de un episodio erótico que le ha tocado vivir en fechas muy recientes. Este vecino, que ya roza los setenta y cinco años de edad, se encuentra en un estado de forma admirable. Le sientan los pantalones vaqueros mejor que a muchos veinteañeros victimas de la comida basura y la ingesta mañanera de bollería. Su profesión era la de Maestro de Obras y, los fines de semana, se dedicaba junto a dos albañiles de su cuadrilla al arreglo de cuartos de baños y cocinas por los pisos de la Barriada. No tenían un solo fin de semana libre pues eran, aparte de muy buenos profesionales, gente formal y nada carera. En aquella época había gente que cambiaban de azulejos más veces que de camisa. Todo enmarcado en la novelería de los efluvios comparativos de familiares y amigos. Debido a la Crisis y a la edad ya Alfonso pica menos -azulejos- que un pollo de cerámica. Si le sale algún trabajo se lo traspasa a su hijo. Hace un par de días me paró por la calle para contarme en exclusiva un episodio que le había ocurrido recientemente. Sobra decir que Alfonso me tiene en gran estima. Me dice: “Juan Luís, si te cuento lo que me pasó el otro día no te lo vas a creer”. Le animo a que prosiga y él prosigue: “Resulta que me para una señora a la que conocía de vista y me dice que si le puedo dar presupuesto para arreglar la cocina. Le digo que se lo comento a mi hijo para que se ponga de acuerdo con ella”. “Me insiste de todas formas que, dado que vive sola y muy cerca, me pase a darle “un vistazo” (como iba yo a pensar que esto tenía una doble intención)”. El bueno de Alfonso se pasa al día siguiente y llama al porterillo de la buena señora. A partir de entonces y una vez abierta la puerta del piso se produce el siguiente dialogo:


-- Pasé usté. Está usté en su casa. Por cierto: ¿usté como se llama?

-- Me llamo Alfonso señora.

-- ¿Arfonso? Yo tuve un novio que se llamaba Arfonso.

Alfonso saca un bloc y un bolígrafo para tomar nota de las medidas de la cocina. Mientras, ella le dice amablemente:

-- Arfonso siéntese usté que voy un momentito al dormitorio.



La escena que vivió Alfonso a continuación es de las que no se olvidan fácilmente. Al poco tiempo apareció la buena señora sin más vestimenta que unas bragas negras con los ribetes en rojo. Se cruza de piernas y apoyándose en la puerta del salón va y le dice de manera insinuante:

--Arfonsito, “harme tuya”.


Alfonso se quedó petrificado con el bloc en una mano y en la otra un bolígrafo con el anagrama del Banco de Santander. Se levantó blanco como un cirio que no ha derramado aún sus lágrimas de cera. Reculó como pudo hacia la puerta y se marchó despavorido buscando desesperadamente la libertad de la calle. Mientras me lo contaba yo no podía disimular una sonrisa que seguro él entendía. Se le notaba que el pobre hombre lo había pasado bastante mal ante este arrebato de pureta revenía. Concluyó diciéndome: “Sabes lo que te digo, Juan Luís, que la próxima vez le digo que vaya Juan Imedio a verle la cocina”.

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