viernes, 22 de julio de 2011

Los renglones torcidos de Dios




“Hay blasfemia que se calla
o se trueca en oración;
hay otra que escupe al cielo
y es la que perdona Dios”
-Juan de Mairena- (Antonio Machado)


A través de la ventana del bar los veo cada mañana mientras me tomo el primer e imprescindible café mañanero. Ella es una mujer que debe andar por los cuarenta y él es un niño parapléjico que rondará los doce años. Tiene siempre la cabeza inclinada hacia el lado izquierdo de su cuerpo. Seguro que nunca emitió ninguna palabra ni en su cara se dibujó ningún atisbo de sonrisa. Al poco tiempo llega una furgoneta a recogerlo. La trae un muchacho joven –noble oficio tiene usted querido desconocido- que nada más bajarse le acaricia la cabeza y le estampa un par de besos a la madre. Descuelga una rampa en la parte trasera e introduce la silla con su preciada carga en el interior de la furgoneta. Viene llena de criaturas a los que Dios les escribió su guión con faltas de ortografía. Se marcha arrancando el vehiculo con sumo cuidado para no lastimar –aún más- a los seres humanos que transporta. Su destino será un sitio habilitado por la Junta –la Comunidad Autónoma española donde mayores prestaciones se ofrecen a los más desfavorecidos- donde ayudarlos en lo posible y, posibilitar de paso que sus encadenadas familias -con sus madres a la cabeza- puedan recuperar el pulso de las tareas cotidianas. Ellas viven por y para ellos y, en su sacrificada labor, siempre estará presente lo mejor y más noble de la condición humana. Estas criaturas de Dios representan la cara y la cruz de la obra del Sumo Hacedor. Nacieron como si la vida no fuera con ellos, cuando representan todo lo que de humano la vida representa. Están indefensos ante todo y ante todos y, por ello consiguen que nos adentremos en las profundidades del alma, para sacar lo mejor que anida en nuestro interior. Se les quiere de una manera especial y, todos aquellos que militamos bajo la bandera de la solidaridad, los consideramos como algo nuestro. Nunca los dejaremos solos y todos nos veremos implicados en cuidarlos como se merecen. Bien cierto es que Dios algunas veces escribe con renglones torcidos. La imperfección de algunos trazos de su escritura condiciona que vivamos permanentemente entre dudas y certezas. Lícito es que alguna madre se pregunte: ¿Por qué a mí y porque a mi hijo? La Naturaleza Humana está condicionada por un cúmulo de circunstancias que, en no pocas ocasiones, se alían perversamente con lo irracional. Muertes prematuras; enfermedades dolorosas y nacimientos imperfectos como síntomas inequívocos de que el dolor y la pena conviven con nosotros. Atribuir lo bueno que nos pase a Dios y lo malo a las circunstancias es simplificar la obra divina. No podemos ser tan solo creyentes como poseedores de una póliza que nos salvaguardará de las desdichas. Las cosas son más complejas y están sujetas a accidentales circunstancias que escapan del campo del raciocinio. Mientras vivimos sumidos en un mar de interrogantes no nos queda otra que remar contracorriente. Solo creciendo como seres humanos podemos conseguir que la obra de Dios alcance la perfección. No se consigue solo la inmortalidad con golpes de pecho y pasando los dedos por las cuentas de un rosario, sino más bien siguiendo la senda de Aquel que se hizo humano para redimirnos a través de la bondad, la solidaridad y el sacrificio.
Buscarlo por los confines de San Lorenzo, cuando la desesperación llama a nuestra puerta es, en definitiva, buscar y encontrar a Dios.

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