lunes, 27 de junio de 2011

La Pena suprema


En los primeros días de este raro mes de junio mi Barriada quedó claramente conmocionada. Un muchacho de tan solo 20 años de edad falleció de manera fulminante al parecer debido a un brote de sarampión. En la misa de doce del domingo día 5, don Indalecio, nos pidió una oración por su alma y, lo más importante, por el imposible sosiego de sus padres y familiares. Observé que en el Templo se palpaba una sensación de solidaridad y perplejidad acorde con la magnitud de la tragedia. Al parecer la madre se encontraba en Galicia y tuvo que volver en un taxi de manera apresurada. Dios me libre de hacer literatura barata cuando el dolor se manifiesta en su máxima expresión. Es más, decidí dejar pasar unos días antes de escribir sobre el particular. El guión de la vida está escrito para que sean los hijos quienes entierren a los padres, cuando ocurre al revés deja de llamarse vida para llamarse simple y rotundamente tragedia. Ignoro quienes son los padres y las causas definitivas de la muerte de este malogrado muchacho. Un amigo que asistió al funeral me dijo que la madre pidió salir cuanto antes de la iglesia. Decía, presa de la pena, que Dios le había fallado y se había portado muy mal con ellos. Cuando una madre habla con la poderosa razón del dolor por la perdida de un hijo, a Dios no le debe quedar otra que agachar la cabeza. Sabemos que el mismo Jesús, poco antes de morir crucificado, le recriminó al Dios-Padre su abandono, pero ignoramos que diría su Madre al pié de la Cruz. Siempre he sido un atento observador de lo que acontece en el interior de la Casa del Señor de Sevilla. Unas mujeres van a pedirle y otras a recriminarle su falta de ayuda. Le riñen con la benevolencia que se le riñe al hijo que llega tarde a casa. Un día le escuché a una mujer sollozando decirle con una mano apoyada en su Divino Talón: “¿Tanta farta te hacia pa llevártela?; ¿Qué jago yo ahora sin mi hija en er mundo? Lamento decir que mi curiosidad me venció, y aguanté disimuladamente hasta el final del dialogo. Curiosamente la noté que se iba calmando poco a poco hasta rematar con un: “Bueno, pa que me voy a enfadá contigo que tú también has pasao lo tuyo”. “Pero ahora, eso si, este viernes no cuentes conmigo”. Lo castigó sin su presencia durante toda… ¡una semana! La grandeza del Gran Poder no está en su carácter milagroso, sino más bien en ser el soporte donde, a través de los siglos, han llevado las sevillanas a descargar su pena grande. Pena de Madre que hace que por Sevilla se llamen Amargura; Angustias; Mayor Dolor; Refugio; Soledad y… ¡Esperanza! Cuando esta afligida madre decía, cargada de razones humanas, que “Dios le había fallado”, quiero pensar que formaba –o forma- parte del núcleo de los creyentes. Si a Dios hasta su propio Hijo le recriminó que lo abandonase: ¿qué menos puede recriminarle una madre rota por el dolor? Hay situaciones humanas donde la tragedia alcanza lo insoportable y, la perdida de un hijo representa la cima. Espero y deseo que, con el transcurrir de los días, esta familia vaya sobrellevando la pena amarga que hoy les embarga. Cuando empecé a escribir este “Toma de Hora” no tenía más intención que mostrarles la más noble solidaridad de la que sea capaz. No solo como cristiano sino, más bien, como padre y abuelo con Papeleta de Sitio en la Estación de Penitencia de la Vida. La Tierra se riega con el sudor del trabajo de los hombres honrados y, con las lágrimas de las madres en su desconsuelo. Ellas, solo ellas, simbolizan como nadie a la Pena suprema.

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