miércoles, 25 de mayo de 2011

Ecos de la Judería




¿Dónde vas bella judía
tan compuesta y a deshoras?
Voy en busca de Rebeco
que estará en la sinagoga.

La tarde agosteña se negaba a concederle un respiro al ardiente sofoco que la enmarañaba. En el reloj de la Torre de San Bartolomé acababan de dar las siete. Paco Lira riega con una vieja manguera el patio de La Carbonería, último reducto de la bohemia sevillana ilustrada. Sor Inmaculada hace un pequeño paréntesis en el barrido de la Capilla del Convento de las Mercedarias para, apoyándose con las dos manos en la escoba, rezarle una plegaría a la antigua Virgen de la Merced. En el Colegio Miguel de Mañara palpita un brillante expediente académico de un Ex Vice-Presidente del Gobierno. El mismo que hoy culpa a las túnicas del ancestral subdesarrollo de la Ciudad. Ha terminado la cabeza mejor amueblada del socialismo contemporáneo español haciendo desfasadas gracietas en mítines de tercera. Pero, eso si, todo al “machadiano” modo. Desde la calle Verde nos llegan acordes de la guitarra de Lucas que se presta para tomar al asalto sentimental la Plaza de Doña Elvira. En el cercano Corral del Agua los geranios plantados en latas de membrillo, y que bordean el contorno del pilón, están que se salen de gozo. Ven como Reyes, el autentico y genuino bellezón de la Judería, sale a la calle y se le para el pulso a los mortales. Este mágico entorno sin ella hubiera sido menos mágico. En Casa Diego están hirviendo los garbanzos que inundan la atmósfera de los embriagadores olores de la cocina antigua. Todo sin necesidad de nitrógeno ni recetas afrancesadas. En el Pasaje de Zamora un “zapatero remendón” escucha a Porrinas de Badajoz en “una radio” de galena mientras que, a golpes de fino martillo, intenta reconvertir en zapato un reducto de los estragos de los adoquines. En la calle Tintes una muchacha canta “Madrina” mientras limpia los cristales de una ventana. En la Plaza de las Mercedarias se oyen ecos infantiles de partidos de fútbol interminables con pelotas de trapo y siempre con un ojo puesto en los “guindillas”. Huele a bacalao y a pimentón en la tienda de comestible donde todo – o casi todo- solo puede ser degustado con la vista y el deseo. La tarde avanza y ya algunas refrescantes sombras se alían con el mármol de las casas señoriales de la calle Vidrio. La Judería va rotando sobre su eje ancestral y, en su movimiento, desgrana señorío y sevillanía enmarañada en la eternidad de las cosas perfectas. En San Lorenzo la Ciudad palpita y reza, mientras que en la Judería duerme y sueña. Quien entra en ella sabe –o debía saber- que está dentro del Reino de la Virgen de la Alegría. Su trazado urbano es un canto a la intimidad y al sosiego. Por sus calles no se anda sino que se levita. Las avenidas se hicieron para transitar de un sitio a otro y, procurando invertir el menor tiempo posible. En la Judería el tiempo no se mide por minutos ni las distancias por metros. ¿Para que necesitamos prisas allí donde la Ciudad se nos muestra acogedora y sustancialmente eterna? El temple de la Soleá y la muleta torera marcando el ritmo por los rincones de sus calles. Perderse, buscando al niño que un día fuimos, por Levies, Vidrio, Céspedes, Verde, para terminar -¿dónde si no?- ahíto de melancolía en Conde de Ybarra. A esto se llama saborear el dulce néctar de la Ciudad. Cuando ya camino de San Nicolás nos invada la nostalgia podemos siempre recuperar la ilusión en los ojos de Ella.

Inmersos ya en el último tramo vivencial de nuestra existencia, bien está que consideremos que hoy somos viandantes maduros y efímeros de la Judería sevillana y, mañana, seremos de nuevo gozosos niños eternos que mirarán siempre sus calles con los ojos del alma.

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