viernes, 29 de abril de 2011

El desamparo del calvo ante las moscas






A la memoria de Yul Brynner y Telly Savalas.

Augusto Monterroso escribió hace unos años un compendió de relatos cortos llamado “Movimiento perpetuo” y cuyo tema recurrente eran las moscas. En el universo machadiano eran: “Vosotras, las familiares, inevitables golosas / vosotras moscas vulgares / me evocáis todas las cosas”. Las moscas siempre han estado omnipresentes en nuestras vidas desde nuestra más tierna infancia. Nuestras madres o abuelas nos cubrían la cuna con un vaporoso velo para que no nos molestaran. Desde entonces nunca han dejado de comparecer, fundamentalmente en la época estival y, prioritariamente, dándonos de manera empecinada el “coñazo”. Siempre debemos distinguir las moscas como colectivo y la mosca solitaria cojonera como elemento desosegante de nuestro loable encuentro con la siesta. Las primeras basta que revoleteen agrupadas para que con un par de toques del aerosol del “fuki-fuki” caigan al suelo como lo que son: como moscas. La mosca franco-picadora ya es harina de otro costal. Cuando creemos que ya se ha ido o que la hemos fulminado, vuelve a aparecer una y cien veces para, entiendo que en plan de recochineo, volver a jodernos la “cabezadita”. A una comida campestre que se precie no le puede faltar una suculenta fuente de ensaladilla rusa y, evidentemente, la clásica mosca que se posa justo en el centro de la misma. Intentamos a golpe de gorra que levante el vuelo pero continúa apresada en la trampa de la mayonesa. Se posan en las frentes de los durmientes de los trenes de largo recorrido. En la cola de los caballos antes de hacer el paseíllo por las Plazas de Toro. En la tez de leones, toros, rinocerontes y elefantes y siempre, de manera invariable, con el único propósito de dejar testimonio de su “porculera” presencia. Los sirvientes que con sus grandes artilugios abanicaban a Cleopatra cubrían dos funciones: aliviarle el calor a la Reina del Nilo y espantarle las moscas. Aunque no está demostrado históricamente se decía que el bigote de Hitler era en realidad un reguero de moscas judías intentando cerrarle la boca. Puede parecernos sorprendente pero las moscas siempre han tenido muy buena acogida en el mundo de la literatura y la filosofía. Desde Grecia, pasando por Roma y, hasta nuestra literatura más reciente, los escritores nunca se han olvidado de mencionarlas. ¿Quién de nosotros en más de una ocasión no se ha acordado de “los muertos de las moscas”? ¿Que calvo no ha terminado dándose más de un cate en la cabeza tratando de espantarlas? ¿A lo largo de la Historia cuantos inventos ha generado el hombre para tratar –inútilmente- de eliminarlas? La diferencia con los mosquitos es que estos –como los políticos- nos chupan la sangre y, ellas, se limitan a alterar nuestro sistema nervioso. Por eso no esta de más que volvamos a recordarlas en clave machadiana: “Yo se que os habéis posado / sobre el juguete encantado / sobre el librote cerrado / sobre la carta de amor / sobre los parpados yertos de los muertos”. Nos recibís en nuestros primeros meses sobrevolando nuestra cuna para que madres y abuelas os espanten a golpes de delantal. Os posáis en nuestro cuerpo inerte ausente ya de latidos y biorritmos hasta que, disimuladamente, una mano amiga os hace levantar el vuelo. Formáis parte de nuestra cotidianidad y, lamento deciros, que nunca añoramos vuestras temporales ausencias. Solo, eso si, agradeceros que nunca os vimos posaros en un paso de palio sevillano. Al César los que es del César y a las moscas lo que es de las moscas.

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