martes, 29 de marzo de 2011

Las manos de la decencia



A doña Josefa Casado Rodríguez. Cuando cada jueves acudo en el tren de cercanía a Dos Hermanas en busca del gozoso futuro que representa mi nieto las suelo ver de cerca. Son mujeres mayores de edad y sobre todo poseedoras de grandes y sufridas cuotas de supervivencia. Se suben en la Estación del Hospital Virgen del Rocío y la mayoría rinde destino en la Utrera de Bambino, Fernanda y Bernarda. Viajan acompañadas de sus maridos vencidos por la edad pero no todavía por la vida, o por sus hijas que se me muestran como radiantes cincuentonas. Curiosamente cuando van con sus maridos estos ocupan el asiento que da a la ventanilla y, cuando lo hacen con sus hijas, son las madres las que se sitúan cerca del discurrir del tren, observando melancólicas las cosas que va dejando atrás en su imparable avance. Nada contiene más vida y literatura que el tren y los elementos que le acompañan y adornan. La andadura terrenal discurre por dos raíles: el del gozo y la pena y, siempre tendremos que bajarnos todos en la última Estación. Me suelo sentar lateralmente para poder observar el mundo que me rodea en estos cortos viajes de cada jueves. Van vestidas estas santas mujeres -victimas y heroicas supervivientes de la posguerra- de manera impoluta y con una limpieza ejemplar. Muchas vienen de someterse a revisiones hospitalarias –las hijas portan radiografías o resultados de análisis en enormes sobres-, o de visitar a algún familiar enfermo para infundirle animo y esperanza. ¡La Esperanza, siempre la Esperanza! Sus manos. Me llaman la atención de manera preferente la dureza que se refleja en sus grandes y trabajadas manos. Dedos gruesos y rugosos donde aparece una alianza hundida como si quisiera fundirse con la carne. Manos donde la decencia, el esfuerzo y el sacrificio tomaron cartas de naturaleza. Manos que ejecutaron miles de lavaos en refregaores y piedras de lavar. Manos sosteniendo pesadas planchas de carbón alisando toda clase de ropa. Manos aventando el cisco picón en hogareños braseros antídotos de los crudos inviernos. Manos propiciando la lumbre en huecos de cocinas donde faltaba muchas veces lo principal: la comida. Manos para restregar suelos propios y ajenos arrodilladas como al paso del Corpus. Manos para enjugar con el pico del delantal alguna lágrima furtiva provocada por la pena, la injusticia y/o la incomprensión. Manos para tender y destender ropa portando talegas repletas de alfileres de palo. Mano para acariciar amorosamente niños y simular pasión con hombres ahítos de trabajo y vino. Manos para escardar, varear o sembrar la tierra del Dios Padre Celestial y, sobre todo, del Amo Padrastro Terrenal. Manos que labraron y levantaron un país deshecho por la tragedia y por la hambruna. Manos que nunca aplaudieron hasta que su primera nieta apagó su primera velita de cumpleaños. Son manos que por imperativos de la vida terminarán dentro de no mucho tiempo -como escribió Machado- en “yertas manos en cruz”. Cuando ya reposen inertes y a punto de emprender el último viaje, bien haremos en un gesto de noble despedida, con besarlas amorosamente. En ellas siempre estará nuestra mayor herencia sentimental impregnada de sacrificio, dignidad y honradez. Fueron y siempre serán las manos de la decencia de este país al que, de momento, todavía seguimos llamando España.

1 comentario:

Antonio dijo...

Muchas gracias por este emocionante y real artículo, veo en él a mi madre, que por desgracia, se me fue hace 28 días y fiel reflejo de mi padre, dos personas honradas, trabajadoras y con esas manos que describes. Un olé por ellos que con sus esfuerzos y sacrificios nos han dado todo lo que tenían sin esperar nada a cambio, salvo amor. Gracias. Antonio desde Marchena