viernes, 4 de febrero de 2011

….Y no lo conocía nadie



Por ti yo me acuesto tarde
Por ti me van da un día
Una puñalá en la calle.

Cuando se adentró con paso lento y vacilante en el Puente de los Suspiros Perdidos en el reloj del Consistorio dieron las tres de la madrugada. Se sujetaba con un pañuelo su costado izquierdo por donde le brotaba un rojo clavel de sangre y pena. La luna se reflejaba en el agua del río como si su tenue resplandor flotara en un vaporoso camino de ida y vuelta. El puente estaba iluminado por la tenue luz de sus farolas, y ya la madrugada había impuesto su dominio de soledad y desamparo. El Otoño se mostraba en toda su crudeza fría de cuerpos y almas. El pueblo, el mismo al que llegó con su mochila, su perro y su tristeza una mañana agosteña, dormía placidamente con el dulce soniquete del tic-tac de los relojes en las mesitas de noche. Era un extranjero extremadamente educado, muy culto y con la sociabilidad arrinconada por los desengaños de la vida. Se sentaba en la puerta del Mercado del Regateo junto a su perro y, enfrascado en la lectura de algún libro de los que le prestaba el médico del poblado, don Agustín de la Santa Lectura, a la postre su unico contacto humano en la localidad. Los habitantes del lugar se hacían cabalas sobre su procedencia y, las causas de que persona tan culta y refinada estuviera sumida en la indigencia. Unos decían que era un australiano que había llegado a esta situación por los excesos con el alcohol y las drogas. Otros, que era un inglés con titulo aristocrático victima del mal de amores. Al final llegó a formar parte cotidiana del contexto urbano. Siempre caminaba lentamente sin más compañía que su perro, su mochila, su melancolía y su tetrabrick de vino tinto. Dormía entre cartones en la parte trasera del Convento de los Afligidos y era popularmente conocido como: el forastero.

La noche de su triste epilogo existencial se encontraba durmiendo junto a su perro, cuando unos gritos de mujer le sobresaltaron. Acudió a la llamada de socorro y antes sus ojos se levantó el telón con la escenificación del maltrato machista. Una mujer yacía en la puerta del convento con la ropa desgarrada y con la mirada presa del terror. Junto a ella estaba un primate navaja en mano dispuesto a culminar su “hazaña”. Sin dudarlo “el Forastero” se abalanzó sobre él y le rodeo el cuello con ambas mano apretando hasta dolerles las muñecas. A la par que veía ponerse morado al agresor notó un terrible calor en su costado izquierdo. Su perro miraba perplejo como la mujer corría despavorida calle abajo, y como su dueño aflojaba sus manos mientras caía, ya sin vida, el causante de la tragedia.

Avanzó vacilante bajo la atenta mirada de su perro unos metros en el puente. Ya estaba enlutado para él en el almanaque aquel 28 de noviembre. Su maltrecho cuerpo ya no dio más de si. Se apoyó en la fría barandilla notando la helada orfandad del mundo sobre su cuerpo. Se dejó caer lentamente sobre su rodilla derecha y, ya sin posibilidad de estar nunca más erguido, se derrumbó lentamente sobre su sangrante costado. Todo estaba consumado y se quedó inerte sin más compañía que su perro y la luna que se reflejaba en el río.


No tendría esquela mortuoria en ningún periódico de la localidad. No se guardaría un minuto de silencio en la puerta del Ayuntamiento. Nadie le diría una misa ni rezaría un simple padrenuestro por su alma. Ninguna asociación feminista llevaría su nombre. No pasaría por allí ningún Francisco Antonio Ruiz Gijón para inmortalizar su rostro moribundo en un Cristo agonizante. Su perro deambularía eternamente por los caminos de la añoranza y, tan solo la luna, mostraría su pena de siglos en las madrugadas de los días otoñales.

Muerto se quedó en la calle
Con un puñal en el pecho
Y no lo conocía nadie.

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