lunes, 11 de octubre de 2010

El Yo y las circunstancias


Vivimos, nos calentamos y a veces –muchas veces- nos asamos en “La Hoguera de las vanidades” de Tom Wolfe. Confundimos con excesiva frecuencia soberbia con orgullo y vanidad con autoestima. En la sociedad actual estamos instalados en la pertinaz e insolidaria complacencia del “Yo” más absoluto. Todo gira en torno a nuestra burbuja interior. Lo colectivo queda muchas veces marginado en aras del individualismo más feroz. En nuestras relaciones con los demás manejamos –casi siempre- conceptos personales y posesivos. Nos mostramos tercamente individualistas tanto en lo social, como en lo político y cultural (incluso en lo sentimental) y lamentablemente todo queda tamizado por el filtro del egoísmo. Utilizamos frecuentemente argumentos tales como: mi trabajo; mi casa; mis “niños”; mi ciudad; mi país; mi, mi, mi…. Pocas veces bajamos el balón al suelo y comentamos: nuestro precario trabajo; nuestras viviendas; nuestros hijos; nuestra maltratada Ciudad o nuestra sufrida España. En definitiva se trataría de debatir y buscar posibles soluciones, no solo a “mis” problemas, sino priorizando conjuntamente los de todos. Un padre de familia en paro es una persona desesperada por encontrar una urgente solución a su grave problema. El Gobierno siempre diluirá su precaria situación familiar dentro de un dato estadístico. Un colectivo de parados organizados, ya si representa por si solo un quebradero de cabeza para el Gobierno de turno. A quienes gobiernan, los parados de uno en uno no les inquietan. Mejor que estén diseminados y no encuadrados dentro algún colectivo social-contestario. Los Sindicatos nunca se han preocupado seriamente de los parados (desde hace años creo que de nadie que no sean ellos mismos). Estos quedan por tanto indefensos socialmente, siendo absorbidos por las estadísticas del sistema. Organizados en grupo ya es harina de otro costal, pues representarían millones de votos en el aire (perdón por el sermón de misa dominguera de doce, que eso es tarea de don Indalecio Humanes.

Como buen español caeré en aquello que critico y os comentaré algunos retazos del “Yo y mis circunstancias”. Siempre he intentado a la largo de mi vida navegar en el hoy varado barco de la humildad. Tuve la suerte de conocer en distintas etapas de mi existencia a personas de una inteligencia inconmensurable. Me refiero, ni más ni menos, que a personalidades de la talla de: don Ramón Carande; don Antonio Domínguez Ortiz; don Miguel Ángel Yáñez Polo o don Manuel Márquez de Castro. ¡Cualquier cosa! Aparte y en lo que a flamenco se refiere a: don Luís Caballero Polo, don Manuel Centeno Fernández o don José Blas Vega.
Puedo dar fe que en todos ellos existía un denominador común: un extraordinario talento unido a una extrema humildad. Eran –y son afortunadamente todavía algunas de ellas- personas inquietas, ávidas de saber, y preocupadas prioritariamente en ampliar sus -ya extensísimos- conocimientos. Eran conscientes de que hasta el más necio puede enseñarte algo que tú ignorabas.

He dedicado a la gran pasión de mi vida, el Flamenco, muchas –muchísimas- horas de gozo y luz (también a que negarlo alguna sombra que otra) y, esto me ha servido fundamentalmente para configurarme como un buen aficionado y un pertinaz estudioso de la “matera Jonda”. No soy flamencólogo, ni critico, ni nada que se le parezca. Se lo que se e intento aprender cada día un poco más. Esto no es una pose de humildad encubierta, sino algo de lo que estoy plenamente convencido.
A lo largo de mi vida he dado charlas (lo de conferencias me parece excesivamente pomposo) de Flamenco en Peñas, Centros Cívicos, Institutos o Centros de la Tercera Edad. Donde más lejos lo hice fue en Hamburgo y en Londres. A la bella ciudad alemana fui hace muchos años a apadrinar la boda de mi hermano y, me propusieron desde el Centro Español de la localidad, que si me importaba ilustrar con mis palabras un recital de Flamenco. Se celebró en el Kolping House (con un aforo de más de 1.500 personas y donde no cabía un alfiler) y debo decir que con tal éxito que a mí sinceramente me sobrepasó por su dimensión. Fue la primera vez que ví de cerca tocar la guitarra a un japonés acompañando el Cante de un muchacho emigrante cordobés. Estuvieron “sembraos” los dos y, lamentablemente, no recuerdo sus nombres ni como terminaría su conjunta “aventura” flamenca. Córdoba y Tokio unidos por la magia del Flamenco.

En Londres hablé de flamenco en un Púb. Era un hermoso local con música en directo frecuentado por españoles, y donde por el magnifico nivel de los asistentes, aquello derivó pronto –afortunadamente- en sana y distendida tertulia. Solo nos faltó una buena sonanta y nos sobraron algunos “güiskis” de más. Magnifico y memorable momento, para la memoria sentimental, el vivido en la Corte del Rey Arturo. No recuerdo si la mesa era redonda como la de aquellos Caballeros. La “papalina” gorda que cogimos lo fue sin duda alguna. Nunca he cobrado nada cuando hablé –o escribí- de Flamenco. No ha sido, es, ni será mi medio de ganarme la vida. Más bien tendría que pagarle yo a la gente por darles “el coñazo””. A lo largo de estos años me han ido regalando azulejos, placas y demás detalles como agradecimiento a mi colaboración desinteresada. Los tengo guardados en un cajón a buen recaudo. Si los tuviera visible en mi salón o en mi escritorio, seguro que al limpiarles el polvo pensaría que al final he conseguido ser importante. Solo tengo expuesto en la entrada de mi casa una estatuilla alegórica a la Alameda sevillana, y la cual me regaló gentilmente mi amiga Aurelia Avelar, Presidenta de la Peña Pies de Plomo sevillana. Me agradecía con este detalle mi colaboración en los actos de la “XIII Jornada Homenaje a Manolo Caracol” (mi cantaor de cabecera), celebrados en esa Entidad flamenca del Barrio de los Húmeros en el año 2006 (por cierto, dicho evento lo organiza esta Peña anualmente por su cuenta y sin ninguna colaboración de una Administración “tan flamenca” como la nuestra).

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