miércoles, 2 de junio de 2010

Al conjuro de la luz


Mañana es jueves día 3 de junio del 2010. Mañana será mañanita del Corpus en Sevilla. Uno de esos jueves que dicen acertadamente que “relucen más que sol”. Este mágico día la Ciudad recupera sus mejores galas tradicionales y acude gozosa al conjuro de la luz. Sevilla tiene un color –y un calor- especial: el color del fulgor que se vislumbra fundamentalmente con los ojos del alma. Mi amigo Antonio, ciego desde su nacimiento, acude puntualmente a su cita callejera cada día de la Semana Santa; los 15 de agosto al encuentro de la Virgen de los Reyes y, lógicamente, a contemplar en junio el enjundioso –y excesivo- cortejo del Corpus. Él me enseñó que Sevilla solo es opaca para aquellos que tienen cerradas a cal y canto las ventanas del alma. Un día me dijo: “esos entrañables días, tú ves posiblemente lo que yo no vea, pero yo percibo por el resto de los sentidos lo que tú nunca podrás percibir”. Antonio es socio del Betis desde hace muchos años y acude cada quince días al “sufridero” de Heliópolis. Sabe perfectamente interpretar lo que ocurre en el Campo verdolaga por el pálpito de la gente que le rodea. Pasa de la Feria pues dice que es efímera, volátil, superficial y poco propicia para la memoria de los sentidos. Dice tajante: “la Feria o la ves o no existe”. En fin, si él lo dice no seré yo quien le enmiende la plana.

De niño acompañaba a mi abuela a ver el Corpus. Compraba un papelón de calentitos en la Cabeza del Rey Don Pedro, y antes de llegar a la calle Alcaicería, ya formaba parte de lo que nunca existió. Siempre veíamos pasar la comitiva del Corpus en los soportales de la Plaza del Salvador. Hoy, cuando el nieto se ha convertido en abuelo, sigo viéndolo pasar desde tan señalado y querido entorno. Sin más compañía que mis gratos recuerdos, y la de algún amigo que pudo darle “esquinazo” por unas horas a sus obligaciones festivas de padre, esposo, cuñado y yerno ejemplar. Cuando la custodia de Arfe se sitúa paralela a nosotros, ya sabemos que somos un año más viejos y también más genuinamente sevillanos. Recorreremos después pausadamente las calles del Centro con su bulla a medio resolver y, cerraremos los ojos, para embriagarnos de olores a juncia y romero. Veremos de refilón escaparates de antiguos y nobles comercios artísticamente adornados. Barroco homenaje de Sierpes, Cuna y Francos -¡pobre calle quien te ha visto y quien te ve!- a un Cristo vivo y redentor. Pórtico de San Francisco bajo la atenta mirada de la Virgen de la Hiniesta, la misma que mora donde tomó forma el llamado “Moscú sevillano”. Esplendidos altares con el sabor de las cosas hechas al sevillano modo. Preámbulos nocturnos de Corpus con música y gentío, instaurado por aquellos que prefieren vivir la mañana del Corpus arrullado entre sabanas, o camino de la playa al reclamo del sol y las caricias de las olas de espumas blancas. Antesala pasional con cervezas y rifas tomboleras en el Patio de los Naranjos del Divino Salvador. Todo enmarcado en la noble e inútil tarea sevillana de intentar atrapar lo hermosamente efímero.

Cuando la mañana del Corpus avance y los rigores de la canícula empiecen a hacer estragos, volveremos a nuestros lugares de orígenes. Retomaremos la cotidianidad de los días festivos con su justo tributo a La Cruz del Campo. No hay motivos para la nostalgia. Mientras el día arropado por la cornisa del Aljarafe se va cubriendo con el suave velo de la tarde, soñaremos con unas calles hasta hace muy pocas horas atiborradas de vida y luz, y ahora tranquilas y desiertas, abandonadas dulcemente a las almas que eternamente vagan por ellas. Las de aquellos que nos enseñaron a quererla a través de sus tradiciones más nobles.
Dentro de poco, de muy poco, la Ciudad volverá a convocarnos mediante el conjuro de la luz. Será cuando la Reina de la Catedral rodee deslumbrante el perímetro de su dulce morada. Allí estaremos, siempre y cuando el Señor de San Lorenzo no nos reclame para pasar lista como militantes de la Sevilla Eterna. No tenemos prisa todavía. Queda mucho por hacer y bastante vida por gastar. Como decía el titulo de una película de finales de los setenta: “El cielo puede esperar”.

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