viernes, 7 de mayo de 2010

La donna e mobile






Cuesta trabajo imaginar como viviría la gente hace tan solo unos años, cuando aún no había aparecido en nuestras vidas la telefonía móvil. Tan solo existían teléfonos fijos en oficinas o en muy contados domicilios particulares. Aparatos pesados con cordones que serpenteaban pegados a la pared. De colores negros enlutados como la época que les había tocado vivir. En las casas de fuste, teléfonos de estilos rococó, depositados en mesitas con tapas de mármol rosa y ribeteadas de maderas nobles. Allí Piluca (donde yo me crié las adolescentes bautizadas como Pilar se llamaban inevitablemente Pili, con los años descubrí que en las casas con apellidos aristocráticos se llamaban Piluca o Pilarín) siempre podía hablar largo y….bueno tendida todavía no hasta que se casara, con Pepeluí su novio, que estaba haciendo la mili como Alférez Provisional en la entonces lejana Ceuta. Soplos de amor y besos soñados, que a través de un cable, cruzaban el Estrecho desde el Barrio del Arenal hasta el Regimiento Ligero Acorazado de Caballería Montesa Número 3.

Desde la edad de los dinosaurios –por cierto pedazo de cabrón el tiranosaurio rex de los cojones- ya existían serios intentos de comunicarse todos los animales unos con otros. En un principio la comunicación era por una mera cuestión de supervivencia. Después ya el hombre entendió que había más cosas de las que hablar. Nació la era –todavía vigente- de los correveidile y los correveitrae. Los primitivos portadores de rumores y calumnias.

Mata más la mala lengua
que la soga del verdugo;
que un verdugo mata a un hombre
y una mala lengua a muchos.

La cuestión era intentar abarcar cada vez un mayor espacio -en el fondo y en la forma- para nuestros mensajes. Las tribus africanas inventaron el tam-tam para, a través de distintos sonidos, avisarse unas a otras de que los herederos del doctor Livingstone estaban cerca. No era cuestión que ante tan suculento manjar la olla grande no estuviera ya con el agua hirviendo. El tam-tam africano fue sin dudar uno de los precedentes de la percusión cajonera que hoy acompaña los cantes festeros.

Luego llegaron las humaredas en la cima de las montañas de los apaches. Conseguían quemando ramas secas, y con un acompasado manteo, avisar al conjunto de la tribu que se acercaban los casacas azules. Prestos para el combate los hombres jóvenes (quedaban en la aldea las mujeres, los ancianos, los niños, los enfermos y los díscolos según las memorias del Jefe Jerónimo) ante lo anunciado por los círculos de humo, que se deshacían camino de los cielos de Manitú. La cuestión era que cuando sonara la corneta del Séptimo de Caballería ya todos tuvieran tensados los arcos y prestas las flechas. Pasito a pasito llegamos al último tercio del siglo XIX donde Alexander Graham Bell patentó en 1876 un nuevo invento llamado teléfono (verdaderamente quien lo inventó fue Antonio Meucci, concretamente con las primeras pruebas efectuadas en 1871). Pero como en todas partes las cosas de palacio van despacio, hasta el año 2002 no le reconoció su autoría el Congreso de los EEUU de América.
Ya entonces un ciudadano de Oregón podía recibir una llamada de su suegra desde Canadá, para decirle que iba a pasar las navidades con ellos. Eso si, acompañada de sus dos hermanas solteras. ¡Valiente invento de los cojones se diría este atribulado ciudadano!

Y ya hasta el día de hoy, esto ha sido una carrera tecnológica alucinante para intercambiarnos información de todas las formas posibles. Primero, hicieron su aparición los locutorios playeros con esperas interminables. Tardes agosteñas con olores a nívea sobre espaldas coloradas y con los niños inquietos por irse a los “cacharritos”. Luego estaban las cabinas urbanas, siempre ocupadas por charlatanes/as inmisericordes con los que aguardaban su turno. Después sin prisa pero sin pausa, el teléfono fue entrando en nuestros hogares, y ya no tenía que avisarnos el de la tienda de comestibles que teniamos una llamada de la prima de Los Palacios. Ya quedamos todos convertidos, como por arte de magia, en parlantes hogareños. En cada casa había un teléfono asentado sobre un paño de crochet. Siempre majestuoso y altanero, junto al frigorífico, el televisor y la lavadora. La modernidad y el confort formaban ya parte inseparable de nuestra vida cotidiana.

Y ya sin solución de continuidad llegamos a nuestro presente más palpitante. Decenas y decenas de millones de teléfonos móviles nos contemplan (o mejor nos hablan y escuchan). Abarca todas las etapas de la vida: niños, jóvenes y adultos portan un móvil (en algunos casos dos o tres) que los hacen sentirse participes de un proyecto colectivo de parlantes y oyentes de lo más diverso. Solo han quedado fuera de este circuito de macro telefonía móvil las personas de avanzada edad. Ya no tienen tiempo –ni ganas- de aprender a manejar estos artilugios. Solo esperan –no todos- que se demore algún tiempo la llamada del Ser Supremo llamándolos a filas celestiales. No quieren oír voces –ya escuchan a diario la voz de su pasado- sino besar rostros queridos, y tocar cabezas de nietos que les hagan sentirse vivos y presentes.

Sobre el uso –bueno o malo- de los móviles poco que decir y merecería dedicarle un Toma de Horas especifico. Todo será siempre relativizado por la subjetividad. Es tarea de los padres saber el uso que sus hijos, menores de edad, hacen de los artilugios que la era moderna han puesto a su alcance. Llama sin embargo la atención la “hoja de ruta” que ha tomado nuestra riquísima lengua castellana por la vía de los sms. Ya nadie osaría decir salvo que no le preocupe que lo tachen de cursi y majareta aquello de: “no es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla…..Ya no hace falta, si le quieres mostrar tu amor a alguien basta con que le escribas un mensaje con un escueto: “tqo”, y si ella o él están por la labor te contestarán: “yo +”. Os dejo que me está sonando el móvil.

1 comentario:

A. Vela dijo...

Divertido este "Toma", Juan Luis. Pero no olvidemos que por encima de todo y causa principal está el interés comercial; el "hay que consumir". Y estoy seguro de que el lenguaje de los indios que tan bien relatas lo inventó un apache vendedor de mantas...