lunes, 24 de mayo de 2010

El último de Las Filipinas



Se llamaba Joaquín Fernández Olmedo, aunque en el Barrio siempre lo conocíamos por “Quini el de las papeletas”. Cuando falleció estaba a punto de cumplir los 72 años de edad. Nació, se crió y vivió siempre en el entorno de San Bernardo y la Puerta de la Carne. Solterón converso y confeso vio la primera luz de su Sevilla del alma en un corral de vecinos del Callejón de Dos Hermanas. La ultima etapa de su existencia terrenal la pasó en una pensión de la calle Verde:



“Verde que te quiero verde /

Verde viento. Verdes ramas. /

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña….



que dejó escrito para la eternidad Federico el Grande.

Hacia una sola comida al día y la misma tenía lugar en Casa Diego en la Plaza de los Curtidores (comer en este sacrosanto recinto del mejor papeo casero, es un canto a la nostalgia de una cocina popular donde no existía -afortunadamente- el nitrógeno liquido). Su medio de vida siempre fue la reventa de entradas de toros y fútbol, con el añadido del sorteo de enormes cestas donde la estrella era un jamón (que todos pensábamos que siempre era el mismo. Es decir no rifaba un jamón, sino más bien “el jamón”). Su estado natural era siempre con la media “papalina”. Su vida giraba en torno a tres ejes fundamentales: su Ciudad y su barrio del alma; el Sevilla de sus amores del que se sabía todas las alineaciones desde la época de los Stukas y, evidentemente, hacía suya la canción de Manolo Escobar cuando cantaba aquello de: ¡Viva el vino y las mujeres! Casa Coronado; El Tres de Oro y la Peña Bética Puerta de la Carne formaban parte de su hoja de ruta poleosa del día a día. En el ayer fue en Casa Cobo donde tenía su reinado. Allí, sentado en un velador con trazas a despacho de ejecutivo, ordenaba entradas y sellaba papeletas para el sorteo de las cestas, que a la postre para los pocos afortunados serían un antídoto para paliar las necesidades de la época.

Figuraba nuestro Quini por derecho propio en el Libro Guinness de los récords. Su hazaña consistió en comerse dos docenas de croquetas caseras. Fue durante el intermedio de un partido televisado entre el Sevilla y la Real Sociedad. No tenemos constancia si esa noche llegaría a cenar después. También, pensando que el partido terminó con empate a dos, es posible que del disgusto no comiera.

Tenía a gala no haber cotizado ni un solo día de su vida, aunque en la Tesorería General de la Seguridad Social le pegaron un susto de muerte. Fue al cumplir los 65 años de edad cuando lo animaron a que pidiera –por si acaso- su “historia laboral”. El Quini se presentó en las oficinas de la calle Gonzalo Bilbao y les facilitó su carné de identidad. Cuando la joven que le atendió le dijo que tenía 32 años cotizados casi le da un infarto. Afortunadamente y previa una segunda revisión llegaron a la conclusión que se trataba de un error. Existía otra persona con su mismo nombre y apellidos. ¡Menos mal! Falsa alarma. Para la S.S. nunca había existido el Quini.

A lo largo de mi vida solo tres personas me han llamado “Juani”. Mi madre, el insigne poeta sevillano Antonio Fernández Montes (ahijado de mis padres) y el “Quini”. Pues lamentablemente a partir del pasado catorce de mayo ya solo me quedan dos. Se nos murió este vivencial y puro anarquista que nunca necesito leer a Bakunin. Hizo realidad lo que Camarón cantaba por Tientos:

”No quiero mandar en nadie /

ni que me manden a mí”.



Son aquellas personas-personajes que forman parte indisoluble de nuestra vida cotidiana. Florecieron en una época de cuando las barriadas eran barrios; los ciudadanos simplemente vecinos y las gentes eso: gentes con su carga compartida de gozo y pena.

Afortunadamente los consejos que le dimos al Quini para cuando “entregara la cuchara” no cayeron en saco roto. Dejó dicho que no lo incineraran. No tendría sentido quemar a un hombre que las pasaba canuta con los rigores de la canícula y, tampoco era plan de tener a sus amigos durante dos días viendo chisporretear sus cenizas. Le teníamos preparada una sorpresa la cual nunca le comentamos. Nos desplazamos un comité de amigos selectos con sus restos hasta la querida Sanlúcar de Barrameda. Una vez allí nos desplazamos a la Bodega de Delgado Zuleta (fundada en 1744) y compramos una vieja barrica de roble. Sacamos al Quini del maletero del coche del Chiringui y lo metimos dentro. Antes de sellar con puntillas la tapa de la barrica, colocamos en su interior junto a su cuerpo un talonario de papeletas, un escudo del equipo de sus amores y la cuerda pringosa “del jamón”. Después nos fuimos todos a la cercana playa de Las Piletas y, con sumo cuidado, llevamos rodando la barrica con su sentimental contenido hasta la orilla. Nos metimos de agua hasta la cintura y empujamos suavemente mar adentro nuestra querida carga. Mientras emocionados veíamos alejarse aquel barril añejo de manzanilla con su ilustre ocupante, nos acordamos de Serrat cuando en su inmortal “Mediterráneo” cantaba aquello de:

” Empujad al mar mi barca /

con un levante otoñal /

y dejad que el temporal /

desguace sus alas blancas”. ……

” Y a mí enterradme sin duelo /

entre la playa y el cielo…”.



Ya todo estaba consumado. Cuando volvíamos para la Ciudad de la Giralda, y mientras cruzábamos Lebrija de buen cante y buena gente, acordamos turnarnos cada día para no perdernos los documentales de la 2. Estábamos seguro de que en breve aparecería una nueva especie marina: la piraña poleosa. Tiempo al tiempo.

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