miércoles, 24 de febrero de 2010

Patio de Cuadrillas.


(A Miguel Ángel Fernández que lleva albero maestrante en las venas).

De mi padre heredé una caja de herramientas que ni siquiera llegué a abrir (torperum habemus), la decencia, la laboriosidad y sus dos grandes pasiones: el Flamenco y los Toros.

Luego supe beber en otras jugosas fuentes y así me enamoré de Sevilla y su Semana Santa; de la Literatura y de los aconteceres históricos. Intenté –e intento- aprender de los sabios de verdad, de las buenas gentes, de los buenos libros, de los sonidos musicales con alma, del buen cine o teatro y de las experiencias de la vida cotidiana. Siempre somos un proyecto pendiente de realización y ahí radica la grandeza de nuestra andadura terrenal. Completamos una suma equilibrada entre lo sentimental, lo espiritual y lo cultural. Seres humanos en definitiva buscando a Dios y a la verdad de la existencia desde todos los posicionamientos ideológicos y formas de pensar y sentir. Hasta el ateo busca el no encontrarse con Dios (porque niega su existencia, pero siempre lo tiene en los labios), aunque a veces lo requiere cuando la sombría Dama de la Guadaña le pasa de refilón a él o a los suyos. Las tres preguntas de la filosofía clásica se empecinan en permanecer adheridas a las raíces del tiempo. Es decir: indagar el pasado, analizar el presente y prevenir el futuro. ¿De donde venimos?; ¿para que estamos aquí?; ¿que misterio nos espera cuando demos nuestro último suspiro?. Ahí está el quid de la cuestión. Mientras tanto nos montamos en el carrusel de la vida y crecemos, nos educamos, trabajamos, comemos, bebemos (algunos se pasan), amamos, sufrimos, gozamos, nos distraemos y rendimos culto a la vanidad y a la soberbia. Inútil especulación, pues solo nos recordaran por lo que fuimos y entregamos en alas de la solidaridad. Nunca por lo que acumulamos en bienes materiales.



El Flamenco fue, es y será la primera y gran pasión de mi vida. Me acompaña en el día a día, tanto en lo bueno como en la malo. Siempre encontré en una Soleá bien templá, una Siguiriya doliente o en una bulliciosa Bulería el antídoto contra mis alegrías y pesares. Sinceramente veo difícil, por no decir imposible, el poder vivir sin mi ración diaria de este dulce y jondo veneno parido y amamantado en Andalucía. ¿Y los Toros?. Me confieso profundamente enamorado de nuestra Fiesta Nacional (con perdón) y soy un aficionado que por distintas circunstancias personales no ha podido adentrarse en profundidad en el mundo, mágico mundo, de la Tauromaquia. En una corrida de Toros –a la que muchos le niegan el pan y la sal sin conocerla- está reflejada toda la grandeza del ser humano. Primero el enfrentamiento se produce de igual a igual. El hombre no utiliza su capacidad técnica para destruir a tan noble animal, y se enfrenta a él sin mas aditamentos que un capote y una muleta. Aparece durante la lidia el riesgo, la emoción, el Arte, el sacrificio, la quietud, el temple, el valor y la posibilidad cierta de pagar un tributo de sangre. ¿Dónde se puede dar una similitud mayor con la vida que en una corrida de toros?


Pero nos dicen, dentro de su legítimo derecho a discrepar: ¿cómo pueden llamar Cultura y Arte al sufrimiento y la tortura a la que someten a un pobre animal?. Especifiquemos. En el Toreo se dan todos los elementos escénicos del mejor Teatro. La jondura y el momento mágico que atrapa en el aire el Cante Flamenco. La policromía de la mejor Pintura. La Danza que hace que floten sobre la arena toro y torero envueltos en los pliegues de un capote al viento. La Música como complemento de las grandes faenas. La Escultura que hace que se asiente inamovible sobre el albero la figura de un torero toreando al natural con la muleta. La Alta Costura que toma forma en un vestido de torear donde la belleza en las formas alcanza lo sublime. ¿A todo esto no debemos llamar Cultura y Arte?.

¿Sufren los toros en el redondel?. Evidente. Y las gallinas a las que les dejan encendidas las luces toda la noche para que se estresen y pongan más huevos. Y las focas que son masacradas a palos limpios para aprovechar integramente sus pieles. También sufrió en su momento un pez de espada que sacaron del agua que era su hábitat natural . Luego dejaron que diera su último aliento en la cubierta de un barco, para que usted y yo nos comamos ese filete a la plancha con patatas. Y ese pollo que está viendo dorarse lentamente en una varilla mientras se le hace la boca agua ¿no creerá que nació sin plumas?. El Toro bravo nació para la pelea. Su principales señas de identidad son la bravura y la casta y las demuestra embistiendo. No tiene otra forma natural de desarrollar su bravura que peleando. La dehesa donde se cría es un entorno de gran pureza ecológica. No se siembra y por tanto no se remueve la tierra. Al toro de lidia se le cuida y se le cria con total esmero. Uno tiene pruebas irrefutables de que quien más ama al toro es el propio torero. Lo sueña y lo teme. Lo presiente y reza ante su embestida en la Capilla de la Plaza. Le hace gesticular nervioso en el Patio de Cuadrillas. Le sabe la boca a metal cuando lo ve aparecer por los toriles.

Todo forma parte de un ritual donde la última finalidad es crear retazos de belleza y plasticidad jugando con la muerte. La eterna cuestión en definitiva: vida y muerte. Arte efímero, pero perdurable en la memoria del pueblo que crea y destruye mitos desde el filtro de lo sentimental. El Toreo, el mismo que con sus lágrimas mojó la pluma de José Bergamín. El que alcanzó su cima universal en el pincel de un malagueño llamado Picasso. El que arranca un olé que nace de lo más profundo del alma. El que enamoró a Orson Welles y a Ernest Hemingway. El de tertulias encendidas de barberías de barrio. El que hacía soñar a los niños toreando a la miseria en plazuelas. El que hizo a la Real Maestranza la Catedral de la Tauromaquia. El que hizo cantar a tonadilleras y cantaores.

Capote de grana y oro. Patio de Cuadrillas. El Arte de Cúchares.

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