martes, 21 de abril de 2009

Las sirenas de los barcos

Comprobado queda ,tanto por activa como por pasiva, que cuando ya los años se ensañan con nosotros dándonos a entender que el camino recorrido ha sido largo y variopinto y, que la meta empieza a vislumbrarse en un horizonte más o menos lejano, inevitablemente surgen espontáneamente los recuerdos. Curiosamente –o quizás no tanto- los de la niñez que son los más lejanos en el tiempo se nos aparecen como los más próximos. En un proceso de introspección vivencial nos saltamos olimpicamente la madurez, juventud y adolescencia y recuperamos al niño que un día fuimos. Decir que la niñez es la fase mas feliz del ser humano es hartamente superficial. Siempre dependerá del trato afectivo que recibimos y de las circunstancias familiares y sociales donde transcurrieron nuestros primeros años. En mi caso personal fui un niño tremendamente feliz. Carencias había por un tubo pero vivía rodeado de un afecto y un entorno que me marcarian positivamente para siempre. Era una amalgama de padres, tíos, abuelos, hermanos, padrinos, vecinos y amigos donde no sentirse querido y protegido era prácticamente imposible. San Nicolás, La Alfalfa, la Puerta de la Carne, las Mercedarias, San Bartolomé, San Bernardo, el Barrio de Santa Cruz, los Jardines de Murillo, el Prado de San Sebastián o el Parque de María Luisa fueron testigos y cómplices gozosos de mis correrías infantiles. En menos de doscientos metros en dirección a la Giralda transcurrió mi corto periodo estudiantil. En el Protectorado de la Infancia, el Colegio San Diego o el de San Isidoro (conocido popularmente como Mesón del Moro) me enseñaron en un plis plas a leer (bendita la hora), a escribir(aunque todavía no he aprendido bastante) y lo que se conocía por las cuatro reglas. Es decir: sumar, restar, multiplicar y dividir. La ética, el civismo y la educación ciudadana la aprendíamos desde el ejemplo del día día de nuestros mayores y maestros. La calle –dado que no podíamos acoplarnos en nuestras modestas habitaciones de corrales de vecinos- era nuestro hábitat natural. En ella estaba –como siempre- lo mejor y lo peor de la vida. Pero nuestros progetinores cuidaban que siempre camináramos por la acera de la decencia y la rectitud. Mil veces que naciera querría hacerlo con la misma gente y en el mismo entorno.

Teníamos los niños de entonces un eficaz antídoto contra las necesidades imperantes, ni más ni menos que la capacidad de soñar. El Cine (las peliculas como les decíamos) nos transportaban a un mágico mundo de espadachines, tarzanes y vaqueros justicieros. De gángster perversos que a punto de morir con doce tiros en el pecho, aún tenían tiempo de mostrar su arrepentimiento. De idolatradas actrices de labios sensuales y curvas exuberantes en talles de avispa, a las que las censura muchas veces nos privaba de un largo beso de tornillo con el “muchacho bueno” de la peli. De pobres indios cuyas flechas siempre daban en la rueda de los carromatos, o como mucho en el hombro de algun vaquero, mientras que una simple descarga de un fusil posibilitaba que se cayeran a tríos sin soltarse de los caballos. Nunca tendremos con que pagarle al Séptimo Arte la vital importancia que tuvo para nuestra generación.





Pero curiosamente –y por encima de los demás- prevalece en mí un recuerdo infantil que se resiste a abandonarme a pesar de los muchos años transcurridos. Era el sonido nocturno de las sirenas de los barcos. En el silencio de las frías noches invernales y acurrucados por recias mantas procedentes de la Parroquia o que nos traía mi tío Antonio de aviación, escuchábamos –a pesar de la distancia que nos separaba del Puerto- con total nitidez el dulce rugido de los mercantes. Yo me desvelaba (mi hermano que dormía conmigo ni se enteraba) y me preguntaba a que sería debido esa sinfonía nocturna en el Guadalquivir. ¿Qué nos anunciaban?; ¿qué habían llegado a puerto sanos y salvos?; ¿quizás que se marchaban a recorrer los mares de ultramar? . Eran tres pitidos. El primero estridente y los restantes bajando en intensidad. Yo tardaba en dormirme, soñando despierto con aventuras marinas que tomaban forma en mi imaginación. Pensaba en marineros tatuados con patas de palo y garfios dispuestos al abordaje. Traidores y corruptos pasados por la quilla. Bellas mujeres cantando nostálgicas entre el espeso humo de las tabernas de los puertos. Madres suspirando por una vuelta efímera a tierra firme. Todo soñado en clave de libertad. Pasado por el tamiz del cine y el romanticismo. Espero acordarme mientras viva de las sirenas de los barcos que venían o se iban del Río Grande. En su sonido sigue latente la eterna capacidad de soñar de un niño que pronto espera estrenarse como abuelo.

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